¿Se decora ornamentalmente para participar o para pertenecer?

  El estilo y el ornamento no son simples añadidos superficiales, sino formas de lenguaje que expresan modos de vida, sistemas culturales y deseos de pertenencia. En la historia de la arquitectura, la ornamentación ha oscilado entre ser símbolo de identidad y mecanismo de integración. Cada época ha redefinido su valor: mientras unas la celebran como expresión artística, otras la rechazan en nombre de la pureza funcional. Sin embargo, el ornamento no es un exceso, sino una estructura simbólica que da sentido y comunica. Decorar, en este sentido, no es un acto vacío, sino una forma de participar en un sistema común de signos y significados. 

  En las ideas de Gaudí y Gottfried Semper, la ornamentación es el punto de partida de la arquitectura. Semper afirma que la arquitectura nace del acto de decorar, del gesto ritual de cubrir, tejer y proteger. Gaudí, por su parte, encuentra en la ornamentación una poética de la forma viva: una manera de traducir la naturaleza en geometría. Desde esa perspectiva, la decoración no es mero adorno, sino un lenguaje constructivo que transforma la materia en expresión. Surge entonces la pregunta: ¿el ornamento está en el edificio o en la mirada que lo contempla? Está en ambos, pero sobre todo en la intención del creador que busca comunicar algo más allá de la función.

  En Architecture Without Architects, Bernard Rudofsky revela que las arquitecturas vernáculas, sin autor ni estilo definido, también están profundamente ornamentadas. Sus decoraciones no responden a modas, sino a una sabiduría colectiva que vincula el clima, el territorio y la vida cotidiana. Allí, el ornamento no es decorativo, sino estructural; es una forma de participación comunitaria. En contraste, Roland Barthes, en El sistema de la moda, expone cómo el estilo moderno se convierte en un código, un sistema de signos que clasifica, separa y determina quién pertenece y quién no. Lo ornamental, entonces, puede ser tanto una herramienta de integración como un mecanismo de distinción.

   En conclusión, se decora ornamentalmente tanto para participar como para pertenecer. Participar implica compartir un lenguaje común, una sensibilidad que se manifiesta a través de la forma; pertenecer implica reconocerse dentro de un sistema simbólico que otorga identidad. El ornamento, al situarse entre lo individual y lo colectivo, entre lo libre y lo normado, se convierte en un espejo cultural. Su función no es solo embellecer, sino revelar cómo habitamos el mundo y cómo deseamos ser vistos dentro de él. Así, el acto de decorar es también un acto de pensamiento, una manera de construir sentido y comunidad.

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